Abre las puertas de esta despensa...

De pequeño, mi repulsión irracional hacia el deporte, y mi obtusa tendencia a estar solo, propiciaron que mi deporte favorito consistiera en encerrarme en la despensa de casa, justo bajo la escalera.Tan confinado espacio, repleto de latas de conserva, pastas, legumbres y botes de Cola-Cao, fue campo de cultivo ideal para las semillas que mi imaginación derrochaba, como era propio a mis escasos años. Fui allí presentador, mago, científico loco y decorador del Un, Dos, Tres... Fui todo lo que quise en cada momento. En modesto homenaje a aquel cubículo preñado de ilusión, vaya este blog donde ser otras mil cosas, ahora que los años no son tan pocos...Abre la puerta y entra en mi despensa, tal vez, aunque sea por un segundo, tu ansia de curiosidad infinita sea, como lo fue la mía en su momento, saciada.

PS. Se admiten comentarios y crítica constructiva, al fin y al cabo es la mejor base para mejorar.



jueves, 22 de febrero de 2018

Caricias


Se acarician a menudo. Muy despacio, quién sabe si siguiendo una cadencia musical inaudible para los demás. Las manos y los brazos, los antebrazos para ser exactos, solamente; al menos en mi presencia.

Apenas se me ocurre adivinar el cariño que entre aquellas pieles fluye de manera tan pura, casi por descuido. Nada percibo de romántico, o sexual, en aquellas caricias - tampoco hubiera importado, de haber sido así -, son simples, al tiempo que grandísimas, muestras de apoyo, de compañerismo. Una suerte de aquí estoy para ti sin mediar palabra.

Observar aquellos gestos mientras les hablo o explico algún asunto, sin mayor trascendencia que el examen para el que se preparan, ser testigo de aquellos diálogos que nadie puede registrar por escrito, relaja sobremanera mi agitado interior, me calma, hace que me broten sonrisas por las pupilas; me recuerda de algún modo que no está del todo fuera de lo posible la verdadera existencia de esa palabreja tan mal usada y desgastada por filosofías, credos o religiones varias: armonía.

O hermandad,

O amor.



Tal vez sea amor.



Posiblemente sea amor.



 Amor condensado lo que destilan esos dedos, masculinos o femeninos, que pasean lento aquellas femeninas o masculinas lomas de piel sin otra meta que reconocerse mutuamente en el otro.

Armonía es lo que respiro cuando estoy con ellos, cuando debatimos acaloradamente incluso. Cuando se hace el silencio para que lo rompa una voz foránea a través de un audio que no se oye demasiado bien.

Armonía e interés. Interés y ganas. Ganas y eficiencia. Eficiente arma contra mis miedos.

Sanador elixir de la mano de aquellos a quienes, en una primera impresión, otorgué la errónea etiqueta de críos. Un grupo de alumnos más.

Con creces me demuestran, sesión tras sesión, que de críos nada y de un grupo más pues mucho menos.

Y todo ello me da vida, da sentido a lo que hago, me anima a dedicar mi sesteo vespertino a indagar en mi subconsciente sobre temas, anécdotas o vivencias que compartir con ellos para enriquecernos mutuamente. ¡Me están enseñando tanto! ¡Tanto aprendo de ellos!



Las dulces pausas de Lola, su cancioncilla eterna en cada fraseo, su inestimable simpatía, esa sonrisa que ilumina los eneros más crudos, su sola presencia. Los ojos benignamente inquisidores de Elena, curiosidad toda de verde agua, sed de conocimiento insaciable, serenidad inquieta, feminidad contundente y madurada.
La inagotable respuesta y contraargumento de Alejandro, desde el cariño, la firmeza y una madurez y un corazón que superan incluso su altura.
La aparente laxitud de Pepe, cuya mente insondable explora sin cesar tras esos ojillos enmarcados en negro intenso mares multicolor plagados de sepia meditativa.
La moderación rotunda, fundamentada y honesta de Elena, su consenso innato, su infinita capacidad de aportar con cada intervención sin pisotear a nadie y sin dejarse pisotear.
La inescrutable mirada de Juan Carlos, creador de historias cuyos derroteros van más allá de las vísceras, siendo totalmente visceral y entregado en lo que emprende, pugnando por dejar salir todo lo que, sin duda, hacia adentro le sale y le llena



Sé que les voy a echar de menos; y no poco. Sé que lloraré el día en que nuestros encuentros se tornen dispersos e irregulares; y mucho.



Se acarician a menudo. A mí me han acariciado el alma y las entendederas; es con esa caricia con lo que voy a quedarme, allá donde nos lleven nuestras sendas.

Ya todos, queramos o no, formamos parte de la existencia de los demás. Y la existencia de este grupo posee ya una habitación de honor en mis sentimientos.



Porque les quiero; no hay otro modo de decirlo sin mentir.



Caricias a todos  for evermore.



¡Gracias!

domingo, 28 de enero de 2018



A RATOS

A ratos, después de una sonrisa algo impostada, se derrama, transparente y líquido como el manantial sobre la roca, el corazón por la comisura de mis ojos verdes, tiñéndoles color cereza amarga. Sólo a ratos.
No sé - ni he aprendido, ni me sale - hacer las cosas sin poner todo el alma en el asador; a veces las ascuas la atemperan suave, meciéndola en sesteoso vaivén. Otras, apenas quedan rescoldos para animarla y queda cuasi inerte, latente en su sueño desvelado. A ratos, una llamarada la hiere y es entonces cuando, en silencio, mejilla abajo sangra...

Sangra a ratos cuando más arde,
a ratos cuando más vibra, cuando más resuena;
dentro y fuera, 
cerca y lejos,
fuera y dentro,
en el rostro y a la espalda.

Quizás tenga que aprender a dejar bien resguardado un trozo de sentimiento que nadie tocara. Algo mío sin tapujos, sin cortina ni ventanas, metido en un cofrecillo de paño grana y nácar; un tesoro carente de valor material, que para uno sea todo, que todo lo contenga, la ira y la calma. Una estancia tranquila donde lamer heridas sin condescendencia ni autocompadecencia... no sé, creo que tendría que inventarla, más una palabra conque nombrarla. Un sanatorio de heridas a flor de piel que desde dentro cicatricen, que nunca produzcan llagas.
Lo cierto es que, a ratos, como digo, se derrama el calostro diamantino de mi sentir por no saber sentir sin ganas, por ser tan mal actor en la escena de la vida, por entregar y pedir menos que nada.
Y seré, lo intuyo con razón, siempre como a ratos, hecho de ratos y ramas de una esencia más profunda que lo que a tocar llegara...

Y si sangra quedo el corazón entre mis ojos,
¡Déjalo si sangra!
Mientras sangre sin morir,
vive, me imagino, el ánima;
que a la postre
el arroyuelo seca,
y a la postre emana
dulce alegría de ser
que mejilla secas baña
de argentino lacrimal
de cereza edulcorada...

A ratos rimo mi verso, a ratos lo olvido.
A ratos, lloro, es verdad... pero siempre soy el mismo que viste, calza y al final baila al son que marque la vida, compañera de jornadas. 
A ratos soy el que soy; a ratos, el que soñaba.

Rafael Benjumea Pérez

domingo, 21 de enero de 2018

Presentes pasados.

Eduardo cumple hoy ochenta años. Ochenta años con una lucidez mental y estado físico ante los que no oculto mi más sincera e indolente envidia y mi más profunda admiración. 

Me saluda mientras me comenta, Cruzcampo en mano y sonrisa en labio, la efeméride, que yo desconocía; apenas nos hemos cruzado dos veces frente a aquella barra. Él, con su rubia al lado, yo con mi descafeinado por bandera.

Le doy un apretón de manos, de esos que atraviesan la carne firme y suavemente, y le felicito. Me lo agradece de veras.

No sé exactamente cómo, ya quisiera para mí la lucidez mental de Eduardo, entablamos una conversación distendida que le lleva a relatarme parte de su experiencia. 

Nació en el 38 (1938 para los más jóvenes que apenas saben en el día que viven), a un año de finalizar la barbarie de la Guerra Civil Española y de comenzar la pesadilla de una dictadura que habría de prolongarse aún cuarenta años más - que aún coletea, por desgracia, en minoritarios sectores del país que no saben soltar lastre... pero esa es otra historia que no viene al caso.

Eduardo fue arriero durante años. Con ayuda de sus burros, transportaba arena para los obreros de la construcción de la época. De luna a luna - de sol a sol era un privilegio de clases superiores que dedicaban sus horas al látigo, la iglesia, o el esparcimiento. Habla de sus animales con infinita ternura; su cara tersa como puede estarlo una piel de ochenta inviernos arrugándose en gesto cariñoso.

Relata todo con una calma y una claridad y sosiego contagiosos. 

Sus ojos, ya de por sí vítreos y acuosos, se derraman en pausada lágrima al hablarme de su mujer - que le falta hace ya veinticuatro años - y de sus hijos, de sus siete nietos.

- Perdona hijo, es que me emociono al hablar de la gente que quiero; Mis hijos, mi mujer - en gloria esté -, mis nietecillos...

Yo sí que me emociono por dentro como si un rayo de humanidad me atravesare de parte a parte, removiendo mis entrañas; pero contengo las lágrimas y le sonrío:

- Nada que perdonar, Eduardo. Si usted se emociona es porque está vivo - acierto a decirle torpemente, mientras pienso en otras mil cosas que pudiera decirle con mayor acierto durante los segundos que toma para secar sus mejillas.
Alguien que así se emociona es porque tiene un corazón - no hablo del que galopa entre su pecho subido a un marcapasos desde hace cuatro años - que late de sentimiento impoluto, que bombea cálida sangre por dentro y exhala bocanadas de amor inmaculado hacia afuera, abrazando a todo aquél que se detenga a escucharlo un momento.

Salen en tropel de entre su dentadura, completa, y sus entendederas, transparentes como el arroyuelo de sus ojos, decenas de historias, de anécdotas, recuerdos, caricias... y, de repente, me doy cuenta de que no tengo con qué obsequiarle, y bromeo con la idea de que podría haberme avisado y hubiese traído al menos una velita que soplar juntos.

Eduardo dice, textualmente, que una conversación cabal entre dos personas es el mejor regalo que puede imaginar - y que, seguramente, sus hijos le esperan en casa con una tarta "sorpresa" (con ochenta años ya no hay sorpresas, asegura, aunque siempre agraden).

Me doy cuenta en ese momento de que aquí, el que se ha llevado el regalo por la cara, soy yo.

Un servidor, capaz de estar hablando hasta hacerse un esguince de mandíbula, lleva casi dos horas inmerso, hipnotizado, registrando las palabras de Eduardo en silencio, emocionándose con él sin interrumpirle, viviendo tiempos pretéritos a través de su palabra certera, preclara y amable. Eduardo me ha regalado el placer de callar y escuchar. Oír en toda su dimensión la voz de la experiencia, esa que jamás hay que olvidar sin dejar de
avanzar porque ahí están los cimientos sobre los que iremos cimentando edificios nuevos que servirán de base a los venideros, aún inimaginables.

Ochenta lecciones me ha dado Eduardo, sin pretensión o prepotencia alguna, en el día que cumple ochenta años sobre esta tierra, en unos ochenta minutos o más; sin florituras, sin vanidades, tan sólo hechos envueltos en el cariño y los filtros del tiempo pasado.

Gracias por su precioso presente en forma de pasado vivo. Gracias, buen hombre.

jueves, 11 de enero de 2018

Lucerito


El lucero del alba

Salió radiante,

Apartando a la nube

Con sus brillantes.

Mas el cuenco lunero

veo volcado;

vendrán más aguas –

también el halo

a la estrella advierte –

mejor marcharse,

busca resguardo

o has de mojarte.



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



La estrellita altiva,

No le hace caso,

Lucirse quiere

En el cielo raso;

Pasear sus joyas

Muy de mañana,

Despertando envidias

Que jamás son sanas.

Pero la Luna,

Maestra vieja,

Vuelve a decirle:

-¡Chiquilla, piensa!



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



El lucerito hace

Oídos sordos.

Hasta al sol ignora

Que ya empuja rojo

Entre gruesas nubes

De tez tristona

Y alegre embarazo

De aguas lloronas.

Pasea tranquilo

Luce sus perlas,

No ve las señales;

O no quiere verlas.



 Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



Y un cirro gordote,

Grande y bonachón,

Se le planta en medio

¡Vaya situación!

-¡Quítate de ahí,

Brumoso insolente!

¡La alborada es mía!-

Le grita insistente,

Casi enfurecida,

La estrella radiante,

Tras de la cortina.



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.



La Luna en su cuenco

Se ríe hacia dentro;

Bien se lo advirtió,

No se queje luego.

Y la nube enorme

Empieza a llorar,

Que nada le impide  

Su alegre penar.

El lucero en cambio

Se marcha enojado,

Su intención fallida…

¡Su orgullo empapado!



Lucerillo del alba,

Recógete,

La nube llorona

Quiere llover.

martes, 9 de enero de 2018

Reapertura

Cuando se vuelve a abrir una despensa que llevaba cierto tiempo cerrada suele hacerse empujado por el hambre que produce la necesidad de algo en ella contenido.

Sabéis que esta despensa poco tiene que ver con alimentos convencionales; aquí guardo ideas, narraciones, cuentos, fantasías, juguetes literarios; mi corazón escrito, mi niño interior que nunca se cansa de jugar. Y tengo hambre de esa puerilidad aderezada de mis años, de revolver las estanterías de mi imaginación toda, de mezclar colores y calores; de reabrir mi despensa para cerrar un rato las puertas de ese mundo de fuera que, casi siempre, hace demasiado ruido.

Aquí dentro estoy bien, cálido. Me acompañan mis amores, mis amigos, mi ilusión y mi delirio, a veces, mis fantasmas. Me rodeo de la naturaleza interior que adora la de fuera y la transforma a capricho sin dañarla. Aquí dentro el tiempo no tiene importancia, sólo la corriente, mansa o feroz, de ocurrencias que escojo para luego compartir con vosotros un buen festín, o eso intento, un festín de palabras encadenadas en plena libertad, de caramelos agridulces o empalagosos hechos de nostalgias y presentes. Un festín que no atiborra, que no interrumpe al sueño, pero le da alas.

Es por ello que reabro las puertas de mi despensa para hablaros a todos desde dentro con voz fuerte y sosegada; pasad conmigo si queréis.

Aquí tengo para todos. 

La despensa está ABIERTA.

domingo, 10 de marzo de 2013

Se Equivocó




De los- pocos, eso sí- consejos que le habían dado en la vida, tal vez aquél fuera el único que había quedado grabado a fuego en su pensamiento … y también el único que jamás puso en práctica.

“¡Equivócate!”

A pesar del tiempo transcurrido, lo recordaba ahora con tal claridad que parecía un sueño de esos de los que despiertas sin saber si te ha ocurrido o no de verdad.

Recordaba con viveza los acordes, malsonantes en manos de aquella orquestucha de pueblo que amenizaba la velada, de aquella canción que le habían dedicado en aquella fiesta, pretendidamente sorpresa, que unos amigos le habían organizado antes de que marchase a estudiar, gracias a una generosísima beca otorgada a tenor de su rendimiento académico, a una Universidad extranjera, muy lejos de su, hasta entonces, universo conocido.

Ella estaba sentada de forma casual sobre la improvisada barra, sus labios aferrados a una pajita de plástico multicolor, sorbiendo distraída un cóctel descafeinado que ella misma había preparado hacía un momento. Sus piernas, inmersas en un vaivén laxo que apenas llevaba el compás de la música, desnudas desde la mitad de los muslos, juntas por un sentido del pudor que, a primera vista, muchos habrían zanjado como inexistente. Nunca se lo dijo, pero siempre la envidió… y no por lo hermoso de sus piernas, o el resto.

Ambos asistían a la misma clase en bachillerato. No se sentaban juntos, no eran especialmente amigos; simplemente se llevaban bien. Habían coincidido en varios trabajos de grupo y ella ayudaba en la parte técnica de la revista que editaba el instituto y en la que él estaba bastante implicado.

Siempre le había llamado la atención, aunque no pudo decir a ciencia cierta si en algún momento llegó a gustarle. Si en alguna ocasión fue así, ya se encargó su exagerado sentido de la corrección, la decencia o lo que quiera que fuese, de quitarle aquella idea de la cabeza y concentrar toda su energía en Virginia, su novia en aquél momento. Adorada esposa y madre de sus hijos hoy día. Si en algún momento se sintió atraído por ella, su conciencia, por llamarlo de algún modo, inmediatamente trocó esa atracción en un cierto modo de envidia que revistió de sanidad por hacerle permanecer intachable.

Olga era distinta… ¡Un desastre de chica! O eso decían muchos. Su melena rojiza poco más que amordazada en un recogido imposible, su ropa colgando literalmente de cualquier saliente de su cuerpo bien torneado. Sus ideas, a veces revolucionarias, siempre hilarantes. Y tal vez era por ello que le llamaba la atención.

No era mala estudiante, pero su irregularidad en las calificaciones desconcertaba a profesores y compañeros por igual. Era una persona de muchos talentos, pero no parecía decantarse por ninguno en especial, experimentando aquí y allá, como una abeja libando de flor en flor… Exactamente igual que, sin demostrar promiscuidad alguna, ocurría en su vida sentimental. Ante todo, una persona magnética, con unas habilidades sociales muy desarrolladas que a veces, sin embargo, prefería pasar temporadas sin ver a nadie…

El orden, la lógica, la “rectitud” y la corrección eran las premisas que,  inculcadas por sus padres, regían el modo de comportarse de Sergio, cuyo nombre incluso fue seleccionado con método por sus progenitores, al considerarlo un nombre con peso propio y reducida, o nula, tendencia a los diminutivos o abreviaturas.

Allí sentada en la barra pensando en sabe dios qué, atrajo por un momento la atención de Sergio, que éste intentaba distribuir equitativamente entre los allí presentes. De un pequeño salto, se sentó a su lado, aprovechando, sin saber siquiera que lo estaba haciendo, que Virginia había salido a atender a una amiga que se había derramado la bebida encima, producto, sin duda, de otras tantas bebidas que no habían corrido esa suerte.

-          ¿Te diviertes? – preguntó Sergio con una sonrisa nerviosa que le pareció del todo injustificada ¿por qué estaba nervioso?

-          Mucho. El grupo es una mierda, pero hay buen ambiente… Disculpa, es tu fiesta…

-          No te preocupes. Son pésimos. No les hubiese traído si llego a organizarla yo.

-          Sergio, no te conozco tanto, y tal vez me voy a meter donde no me llaman, pero, si me lo permites, voy a darte un consejo.

Hizo una breve pausa. Sus ojos verde agua brillaban de forma casi ebria, a pesar de que debía ser la única de allí que no había probado una gota de alcohol en toda la noche. Sergio sintió un resquemor pequeño en el vientre, una sensación cálida y desazonante que le resultó poco familiar, incómoda… irresistible. No lo notó, pero se había inclinado visiblemente hacia Olga, que le miraba fijamente y con una media sonrisa que dejaba ver parte de sus dientes blancos a la sombra del toldo oscuro e invitador que formaban sus labios de carne tierna.

-          Ya digo que esto es meterme donde no me llaman, pero bueno, échale la culpa al alcohol si quieres, aunque no he probado una gota.. – sus labios estaban ahora descaradamente cerca de los de Sergio, que temblaba como un pajarito en las manos de un crío – Mi consejo es:

Por una vez en su vida, Sergio se sintió mareado, como esa sensación que produce hacer algo realmente excitante cuando uno se sabe haciendo “lo incorrecto”. Sus labios y los de Olga estaba ya separados únicamente por una delgadísima capa de aire viciado de aquél local. El corazón se le iba a salir del pecho, incluso su bragueta experimentó un repentino crecimiento totalmente desproporcionado y sin propósito.

-          ¡Equivócate!

 Y del mismo modo casual que parecía regir todos sus actos, mezcla de improvisación, gracia, azar y destino, Olga se echó hacia atrás y volvió a casi morder la pajita que sostenía con una mano, dio una sorbida rápida y continuó.

-          Equivócate mucho Sergio. Ese es mi consejo… Te echaré de menos, aunque no lo creas.

Aquella fue la última vez que se vieron en persona, la última vez que hablaron cara a cara. La distancia y la supremacía de las redes sociales harían que, en adelante, sólo coincidieran muy ocasionalmente, siempre de forma virtual.

Aquel no fue el único consejo de aquella noche… la verdad es que se fueron sucediendo de amigo en amigo, de abrazo en abrazo, creciendo en intensidad emocional a medida que los cócteles iban haciendo mella en los cuerpos: “A triunfar, fiera”, “¡Cómete el mundo!”, “No seas malo”, “Aprovecha el tiempo”, “Echa una canita al aire”, “No olvides de dónde vienes, donde quiera que llegues”… “No te olvides de los amigos”… Pero todos cayeron a plomo, en un momento u otro, en ese pozo profundo que es el olvido. Todos, menos aquél “¡Equivócate!” que hoy, como la lluvia persistente de Marzo, había traído el viento a aquella ventana desde la que Sergio parecía observar, como en una moviola, su propia existencia.

Después de aquella noche, viajó hasta su lugar de destino, llevó a cabo, como no podía ser de otro modo, de forma brillante, sus estudios, volvió a casa con un trabajo importante debajo del brazo… Tras algún conflicto menor, contrajo matrimonio con Virginia, a la que amó desde que tuvo capacidad para hacerlo, vinieron los hijos, una preciosa pareja que afianzó aún más si cabe aquél amor de libro que parecía escrito en las estrellas, los hijos crecieron llevando vidas no menos ejemplares que la que habían conocido de sus padres, y ahora disfrutaba de una jubilación tranquila,  animada por las regulares visitas de los nietos, que le adoraban y con la afable y cálida compañía de aquella que había sido su pilar desde hacía tanto. Podía decirse, sin fisuras, que había sido feliz.

¿Sin fisuras?

Por más que le doliese, había momentos, aunque pasajeros, bastante agridulces en que el viento o la lluvia le traían recuerdos, ideas, sensaciones tal vez, que le producían cierto descontento, cierta sensación de haber dejado algo en el camino, de no haber acertado…

¿Qué hubiese sido si hubiese estudiado menos? ¿Y si hubiese sido un poco más gamberro, algo más atrevido? Si hubiese conocido, amado  a otras mujeres, traicionado a su esposa aunque sólo hubiese sido por unas horas de lujuria… Si hubiese seguido aquél impulso raro que en aquella ocasión le pedía dejar su puesto docente para ir a ver mundo… ¡Hacerse hippy! ¡Probar la droga, el tabaco al menos!  ¡Cualquier cosa! … ¿Y si hubiese dejado a Virginia aquella vez que ella pareció alejarse en vez de luchar juntos por la relación y las buenas formas? ¿Y si hubiese besado a aquél compañero que una vez le declaró su cariño, aunque sólo fuera por probarlo, aunque sólo fuera por constatar que aquello, positivamente, no era lo que él quería? Dudas, dudas, dudas… Fisuras que siempre relacionaba con lo mismo, con aquella maraña de pelo rojizo, aquellos labios cercanos en aquella noche de celebración, aquellas palabras…

Aquél, aunque habían sido pocos, era el único consejo que había quedado grabado a fuego en su pensamiento… también el único que jamás puso en práctica… ¿O tal vez sí?

Al fin y al cabo, Sergio fue un hombre que no supo equivocarse y - ahora estaba convencido de ello- se equivocó.

 

                                                                                                      

lunes, 10 de diciembre de 2012

TRAZOS


Perdido en el brillo aterciopelado de tu pupila negra, viajan sin rumbo los trazos, inocentes y juguetones, que mi laxa muñeca dejó escapar aquella tarde en el parque de papel mientras deshojaba quince años sobre la almohada dura y grabada de un banquito de madera...

 

Volaron los trazos, agarrados tan fuerte a mis lágrimas aladas, por campos y playas, por edificios y pasillos, por platos de porcelana y tazas de café... Saltaron de lugar en lugar, como las pulgas de un circo alimentado por la imaginación aniñada que aún consume cada neurona de mi alma... Del pozo al barco, de la piedra al bosque, del bosque al museo, del museo al colchón, del colchón al teatro, del teatro a la platea, de la sonrisa al dolor corrosivo, de la esperanza al suicidio... Volaban, volaban, sin jamás detenerse...

 

Y compraron mis trazos de enamoramiento, de tensión sexual no resuelta, de amor masoquista o de capricho pueril, compraron, digo, mis trazos, disfraces dispares... y fueron periodistas y estudiantes de arte, y semi-vagabundos, inmigrantes ilegales o profesores, y transportistas y adonis caprichosos, y niños de papá, y anuncios de moda y cantantes de éxito, dependientes, carteros, compañeros, amigos, electricistas y músicos y jefes y empleados y carne lasciva y dibujos animados...

Y jugaron a los detectives y me siguieron por el mundo, aprendieron idiomas y me hablaron en Francés, Italiano, Polaco, Ruso, Búlgaro, Andaluz y Catalán, Inglés y Swahili...

 

Y me siguieron, me siguieron, me siguieron... ¿O era yo quién les encontraba? Que ellos estaban perdidos, desde aquél día fatal que mi laxa muñeca les dejó escapar, por la punta de un grafito, al parque de papel...

 

Y les encontraba en colegios y en Facultades, en la calle o en las tiendas, tras la barra de un bar, pasando la fregona a un local destartalado, o esperando en un hotel, o reponiendo en un supermercado sin glamour... o en portadas fantásticas que sin neón brillaban, en películas  o pisoteados en una acera, o manifestándose contra la injusticia, o sentados en un yate al que no me invitaron, o en ropa interior desde una caja elegante de ropa interior, o teniendo sexo salvaje y gratuito en lugares recónditos con otros hombres...

 

Y alguna vez tuve suerte... y llegué a tocarlos, y a besar a alguno... pero cuán de repente desaparecían sin dejar el mínimos rastro negro del grafito difuminado... Y alguna otra vez tuve suerte también y les fotografié en desnudez simple y ardiente, inocentemente lujuriosos, carnalmente impenetrables y tan sondeados en pensamiento que mi cabeza a veces se llenaba de rayones grises de grafito enfadado, de llanto negro como el carbón negro... y los ojos difuminados en gris como una mala noche sin sueño...

 

Pero no pude atraparles... No a aquellas chispas de mi razón imaginada, de mi deseo asfixiado, que un día escaparon por los parques de papel del mundo, reinventándose a cada paso, a cada salto, a cada muerte... y consintiendo ser siempre los mismos para que pudiera reconocerles en los andenes del metro, bajo los arces, sobre una butaca, dentro de un coche o tendidos en la hierba alta, o subidos a una yegua con el torso al viento, colgados de la luna con los ojos como platos, titubeando sobre las aguas preñadas de diamantes... siempre fieles a su esencia para que jamás pasara de largo al verles...

 

Y hoy, de nuevo, perdido en el brillo aterciopelado de tu pupila negra, he visto jugar a uno de los trazos, mientras otro de ellos abrazaba con pasión los ocres amarillentos que te envolvían el pecho marmóreo, o acentuaba el trasero embutido en aquellos vaqueros que ya sabía dibujado en mis trazos hace tanto, hace tanto... Y los trazos han sonreído en una colección desordenada, y armónica, de dientes que no van a rozar mis labios... Porque he empezado a llover de nuevo y los trazos, como de costumbre, tomarán el barco sin rumbo que partirá de estas lágrimas de frustración para esta vez, ¿Quién sabe?, Tal vez, llegar a algún puerto donde se sirva la esperanza en plato frío... que, en caliente, todo es demasiado efímero...

 

Trazos, trazos, trazos...